Este fue un post preparado desde el 6 de febrero, pero que hasta ahora no había hecho. De cualquier modo, me parece que la fecha lo amerita, aunque los sentimientos fueron los experimentados durante esa jornada y ciertamente, en parte, compartidos durante esta, espero les guste ;)
Ha pasado un mes de la Epifanía.
Fiesta de la manifestación,
del encuentro caluroso de Dios con el ser humano,
fiesta del abrazo de amor.
Una existencia tiene muchas epifanías,
y la que me ha tocado vivir este año
fue una muy especial,
encuentro inesperado, misterioso y cálido.
No te diré que en un mes
moriría si me dijeras que no,
que mi vida perdería el sentido,
o que todos mis amaneceres serían grises.
No te diré que mi mundo se vendría abajo,
que las estrellas caerían,
o que todas las canciones serán tristes en mi radio.
No mentiré, no podría, hemos vivido en la espontaneidad.
Sin embargo, tras un mes,
con el corazón en la mano,
y arriesgando quizás todo lo vivido,
escalo a la montaña de mis miedos y sueños
y como lira al viento canto mi poema:
Que me encantaría ser el aceite
que ilumine el brillo de tus ojos.
Y levantarme cada mañana y que mi visión sea tu rostro,
tan cernano que pueda sentir su aroma.
Que diera todos mis ahorros
por verte estrenar cada día tu sonrisa,
la sonrisa más linda y tierna
que estos pobres ojos han jamás visto.
Que me arriesgaría a construir
rinocerontes a tu lado,
y conversar por horas como hacemos,
y enmarcar ese dibujo de la primera noche juntos.
Ya se que mi corazón se entrega a rápidas fantasías,
que los temporales amenazan este amor,
que las circunstancias, que la gente, que la vida,
sin embargo me aferro a la utopía de la intemporalidad.
Y me arriesgo a soñar contigo,
a pesar de la improbabilidad del sentimiento.
Pues hay amores que aunque injustos,
valen la pena ser sufridos, y esperados y soñados...